Tintas

La disparidad en los métodos de anticoncepción 

Escrito por María de la Paz Castañón

Cuántas veces no hemos escuchado comentarios escrutinio dirigidos hacia una mujer joven por estar embarazada a temprana edad, y en contraste de lástima y empatía con el padre de su hijo o hija. Parece que se les olvida que para que exista un embarazo se requiere de dos personas. 1

Lastimosamente, esta responsabilización de la fertilidad completa no solo afecta en estos, si no que ha tenido un impacto muchísimo más grande y dañino en la vida de las mujeres. Desde su creación, hace 6 décadas, 214 millones de mujeres en el mundo consumen la píldora anticonceptiva. Sin embargo, de los veinte métodos anticonceptivos reconocidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), solo dos están dirigidos a hombres: el condón y la vasectomía. Esta asimetría no es casualidad.

Desde el punto de vista biológico, el desarrollo de un anticonceptivo masculino plantea desafíos distintos a los que enfrentó la creación de la píldora femenina. Mientras que las mujeres ovulan una vez al mes, los hombres producen millones de espermatozoides cada día. Esto implica que, para lograr una eficacia comparable, un anticonceptivo masculino debe reducir la producción espermática de forma mucho más drástica y sostenida. Además, la fertilidad masculina es continua: no hay una “ventana fértil” clara como en el caso de las mujeres. A esto se suma que el sistema hormonal masculino es menos tolerante a la manipulación: intervenciones que buscan suprimir la espermatogénesis suelen producir efectos secundarios hormonales indeseados que, en muchos ensayos, han sido mal recibidos por los participantes.

A pesar de estos obstáculos científicos, reducir la fertilidad masculina no es imposible. Existen múltiples líneas de investigación activas. Algunos estudios han probado métodos hormonales como geles, píldoras o inyecciones que combinan testosterona y progestina con niveles de efectividad comparables a los métodos femeninos. 

También hay investigaciones prometedoras en métodos no hormonales, como el uso de moléculas que inmovilizan espermatozoides, bloquean receptores esenciales para su producción o impiden físicamente su paso mediante polímeros reversibles. Fármacos como YCT-529, por ejemplo, han demostrado en estudios preclínicos una efectividad anticonceptiva del 99% sin efectos secundarios significativos y con recuperación total de la fertilidad semanas después de suspender el tratamiento. Sin embargo, estos avances todavía se encuentran en fases experimentales o clínicas tempranas.

Entonces, si la ciencia ha avanzado tanto, ¿por qué ningún anticonceptivo masculino, además del condón y la vasectomía, ha llegado al mercado? La respuesta tiene que ver con una combinación de desinterés comercial y resistencia cultural. Las grandes farmacéuticas han evitado invertir en estos productos por considerar que no hay una demanda clara ni un modelo de negocio rentable. Argumentan que la píldora femenina ya satisface el mercado y que desarrollar una nueva alternativa implica riesgos legales y regulatorios innecesarios. Además, persisten prejuicios culturales: se duda de que los hombres estén dispuestos a asumir esta responsabilidad, y se teme que los efectos secundarios, aunque sean leves, afecten la percepción de masculinidad o el deseo sexual.

Sin embargo, existen datos que desmitifican estas creencias. Encuestas realizadas en múltiples países muestran que más de la mitad de los hombres en edad reproductiva estarían dispuestos a usar un anticonceptivo hormonal si estuviera disponible. Y más del 90% de las mujeres dicen que confiarían en sus parejas para que lo usaran. Esto sugiere que la falta de opciones no responde a una falta de interés, sino a una decisión estructural de no desarrollarlas. Como han señalado bioeticistas y especialistas en salud pública, lo que subyace es una forma de desigualdad reproductiva que ha naturalizado que el costo físico, emocional y financiero del control de la fertilidad recaiga en las mujeres.

Esta desigualdad se refuerza por el hecho de que muchas mujeres continúan usando métodos anticonceptivos que implican efectos adversos importantes, como náuseas, aumento de peso, alteraciones del estado de ánimo, sangrados irregulares o riesgos cardiovasculares. Y, sin embargo, cuando estudios en hombres reportan efectos secundarios similares, los ensayos suelen cancelarse por considerarlos inaceptables. En otras palabras, la medicina ha tolerado por décadas que las mujeres paguen un alto costo por evitar embarazos, pero no aplica el mismo estándar cuando se trata de los hombres. Este doble criterio no es solo injusto, sino también contraproducente para una verdadera corresponsabilidad reproductiva.

Lo que está en juego no es simplemente una nueva opción médica. La eventual aparición de una píldora masculina representaría un cambio profundo en la forma en que se entiende la reproducción. Permitiría que los hombres asuman un papel más activo y concreto en la prevención de embarazos no deseados, y liberaría a muchas mujeres de tener que recurrir a métodos que afectan su salud. También abriría la puerta a relaciones más igualitarias, en las que las decisiones sobre el futuro reproductivo sean compartidas de manera real, y no solo simbólica.

A futuro, los especialistas coinciden en que es probable que veamos la aprobación de un anticonceptivo masculino dentro de los próximos cinco a diez años. Ya hay estudios clínicos en marcha con geles tópicos y píldoras orales. La pregunta no es únicamente cuándo llegará ese producto, sino qué condiciones culturales, económicas y políticas deben cambiar para que sea ampliamente aceptado, porque el mayor desafío no está en la tecnología, sino en el modelo de salud sexual y reproductiva que hemos construido: uno que sigue excluyendo a los hombres como protagonistas activos, y que sigue considerando que el cuerpo fértil a controlar es el femenino.

Superar esta lógica exige repensar la anticoncepción no como una herramienta médica aislada, sino como una cuestión de equidad social. Promover la inversión en métodos anticonceptivos para varones, revisar los estándares éticos que guían los ensayos clínicos, y replantear la educación sexual desde la corresponsabilidad, son pasos fundamentales para democratizar el derecho a decidir sobre la reproducción. No se trata solo de agregar una nueva píldora al mercado, sino de cambiar la manera en que entendemos quién debe y puede cuidar.

Participaron de esta nota

María de la Paz Castañón

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