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Cura y condena
Escrito por Ruda
Durante mucho tiempo sentí que debía pagar un precio por existir. No era una sensación abstracta: era como si el solo hecho de ser quien soy, un hombre trans, hubiera sido un permiso especial, revocable en cualquier momento. La aceptación en ciertos espacios parecía traer consigo una cláusula oculta: tenía que ser perfecto, rendir siempre, agradecer en voz alta y sin descanso, como si mi derecho a ser estuviera bajo constante observación.
Mi transición fue rápida. Empezó con una cirugía, luego llegó la terapia hormonal, y el cispassing (cuando una persona transgénero o no binaria logra que su expresión de género sea percibida como la de una persona cisgénero) no tardó, potenciado por mi afinidad con el deporte. Era una desobediencia corporal, sí, pero también una afirmación profunda de lo que siempre había sabido: que soy un hombre.
Pero esa aparente facilidad tenía un costo. Encontré libertad, sí; encontré mi voz, mi cuerpo, mi identidad. Pero también apareció esa expectativa invisible: la de hacer que todo "valiera la pena", la de no fallar nunca más. Como si mi transición hubiera sido una cura y, por lo tanto, ya no se me permitiera ningún error.
De adolescente, fui torbellino y protesta. Me desbordaba en rebeldía y alcohol, llevando en el cuerpo el deseo de romper todo lo que me quería encerrar. En algún punto, una relación amorosa me ofreció una especie de control sobre ese caos, como si pudiera ser aceptada como lesbiana, pero solo si era una "buena lesbiana", domesticada, funcional.
La transición trajo consigo otra forma de ese mismo control. Sí, ahora podía ser un hombre, pero no cualquiera. Tenía permiso para serlo, pero bajo ciertas condiciones: debía ser impecable, emocionalmente estable, exitoso, agradecido. Como si la aceptación tuviera precio, como si ser quien soy significara estar endeudado con el mundo.
Y así comencé a vivir como una deuda andante. Como si me hubieran perdonado algo, y yo tuviera que devolverlo con buen comportamiento. No quejarme, no fallar, no decepcionar. ¿Qué pasa si un día me equivoco? ¿Si ya no doy la talla? ¿Se me revoca el permiso?
Nombrar esta realidad es el primer paso, no solo para entender mi transición, sino para revisar la masculinidad desde la que existo. Ahí es donde quiero empezar a soltar algunos nudos.
Cuando digamos “Alto a la transfobia”, no olvidemos la más silenciosa, la que se cuela dentro: la que aprendimos, la que cargamos, la que a veces repetimos. También a esa hay que ponerle un alto.
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Ruda
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