
Karen Guerra: feminismo y jiu-jitsu brasileño
Escrito por Jorge Fernández
Karen Guerra tiene 24 años, le gustan los gatos, es de la ciudad de Guatemala, es estudiante de literatura y su vida se mueve con la misma intensidad entre dos universos que, a simple vista, parecen incompatibles: el arte y el jiu-jitsu brasileño. Poeta, pintora y escritora, también fue guía en el museo Casa de la Memoria, un espacio dedicado a la memoria histórica de Guatemala. Ahí aprendió a escuchar, a reflexionar y a contar a través de la palabra, las historias de quienes fueron silenciados a lo largo de la oscura biografía de nuestro país. Hoy, esa sensibilidad convive con la disciplina de los entrenamientos en Samurai Brazilian Jiu Jitsu, la academia donde se ha formado como atleta.
En su tiempo libre pinta paisajes, lee fantasía romántica, y aprende de política. Le gusta problematizar su existencia, cuestionar el sistema y, sobre todo, señalar las situaciones en que las mujeres son menospreciadas, tanto en el arte como en el deporte. Esa mirada crítica le ha permitido entender el jiu-jitsu no solo como un ejercicio físico, sino como una forma de resistencia feminista.
Pero ¿Qué es el jiu-jitsu brasileño? Es un arte marcial y deporte de combate que se centra en la defensa personal mediante el uso de llaves, palancas y estrangulaciones para someter al oponente. Su objetivo principal es que una persona pueda defenderse de un adversario más fuerte usando técnica, control y estrategia en lugar de fuerza bruta. . Se practica sobre el tatami, que es un piso acolchado que protege a los atletas durante las caídas y el contacto físico, permitiendo entrenar de manera segura.

Romper prejuicios en el tatami
La historia de Karen dentro del jiu-jitsu está marcada por el enfrentamiento constante a los prejuicios. Karen practica el deporte desde hace tres años ya, pero recuerda muy bien que en su primer año de práctica recibió comentarios desafortunados y malintencionados por su estatura, por su edad, por su peso y por la idea de que no tendría la capacidad suficiente para sobresalir en el deporte. Además, su personalidad tímida y reservada parecía confirmar ese estigma: “Yo antes no podía hablar, no podía mantener conversaciones con la gente. Me daba vergüenza incluso sostener la mirada”, recuerda.
El deporte la obligó a salir de esa zona de confort, a no ladear la vista. Recuerda que en cada clase tenía que saludar a todos los compañeros, un gesto que la enfrentaba a su timidez y a sus propios miedos. Poco a poco, lo que parecía una debilidad se convirtió en nutrientes para su empatía, ahora es ella quien recibe a las chicas nuevas que llegan a probar por primera vez a los entrenamientos en su academia y que, por las ideas y constructos de los roles de género, muchas veces suelen ser más tímidas o inseguras al principio que los hombres en esa disciplina.
En un deporte de contacto como el jiu-jitsu, los comentarios machistas no se hicieron esperar. Karen escuchó frases que ridiculizaban la idea de que una mujer pudiera sudar, forcejear o luchar en el suelo con otra persona. Para algunos hombres, ese simple hecho rompía con un estereotipo de “feminidad” o se asociaba a connotaciones obscenas. Sin embargo, su academia tomó una postura clara: cortar de raíz actitudes abusivas, incluso si eso significaba perder clientes. Esa decisión permitió a Karen y a sus compañeras entrenar en un espacio seguro.
“Es un deporte de contacto, pero aquí he encontrado respeto”, dice con alegría. La enseñanza no ha sido solo técnica, también ética: la defensa del cuerpo implica también la defensa de la dignidad.

Defensa personal y seguridad en un país violento
El jiu-jitsu brasileño se basa en llaves, palancas y estrangulaciones, más que golpear, se trata de someter al oponente llevando las articulaciones al límite de su movimiento natural. Desde la primera clase en la academia de Karen, las mujeres aprenden a aplicar estas técnicas como herramientas de defensa personal, especialmente en escenarios de acoso o violencia.
Karen reconoce que esto ha transformado su forma de habitar la ciudad. En el pasado, cuando salía tarde de su trabajo enfrentaba situaciones de acoso en el bus, en la calle o al ser perseguida por desconocidos por un par de cuadras que se sentían eternas. Antes se encogía y evitaba la confrontación, porque como ella reconoce, es la forma en la que se enseña a las mujeres a reaccionar ante experiencias de acoso, para no “envalentonar” más al acosador. Hoy, dice, el jiu-jitsu le ha dado la seguridad para decir basta: “Me dio la confianza de poder poner un alto, algo que antes no podía hacer, incluso me dio el valor para ayudar y defender a otras chicas en la calle que están pasando por una situación de acoso”.
El valor de estas herramientas no es solo individual, para Karen, el feminismo en el deporte consiste en abrir camino a otras, crear espacios seguros y transmitir ese conocimiento como una forma de cuidado colectivo.

El costo de practicar un deporte sin apoyo estatal
Aunque el jiu-jitsu femenino está teniendo un crecimiento exponencial en Guatemala, el deporte sigue siendo una actividad de nicho y por eso enfrenta una serie de limitaciones estructurales. Una de las principales es la falta de una federación nacional que impulse su expansión, que patrocine a los atletas, que promueva la práctica de este deporte y que le dé la importancia que se merece dentro de las ramas deportivas.
Pero mientras tanto, el jiu-jitsu se mantiene como una disciplina costosa y, por lo tanto, excluyente. La mensualidad en una academia privada no siempre es accesible y la indumentaria encarece aún más la práctica. Un kimono, indispensable para entrenar puede llegar a costar miles de quetzales, y la mayoría deben importarse.
Karen lo explica: “Es un deporte bastante caro, no solo por la mensualidad, sino también por el uniforme. Por eso es importante pensar en una federación que lo vuelva accesible y que nos permita crecer como comunidad deportiva”.
En su academia, reconoce, existe un esfuerzo por mantener cuotas más bajas y generar un ambiente inclusivo, pero, a nivel nacional, la falta de estructura limita el desarrollo y reduce las posibilidades de que más mujeres se integren.

Comunidad femenina en el tatami
Cuando Karen comenzó, dice que apenas eran cinco chicas en dos academias, hoy, cuenta que conoce a unas 30 mujeres que entrenan en diferentes espacios de la ciudad. Ese crecimiento puede parecer pequeño, pero es significativo en un deporte todavía dominado por hombres.
Lo más valioso, asegura, es que esas mujeres han empezado a organizarse. Desde distintas academias se reúnen para entrenar juntas, conocerse, compartir experiencias y construir una red de apoyo dentro y fuera de su rama deportiva.
Ese tejido colectivo es, para Karen, una manifestación del feminismo: crear comunidad en un espacio que no fue pensado para ellas. “Podemos entrenar juntas, ir conociendo nuestras academias, a nuestros profesores y sentirnos más cómodas en un deporte que históricamente ha sido predominado por los hombres”, explica.
El gesto de entrenar juntas es político: demuestra que las mujeres no solo tienen un lugar en el jiu-jitsu, sino que lo están transformando desde dentro, tejiendo lazos de confianza, generando diálogo y rompiendo estereotipos.
Una apuesta por el futuro
Karen se imagina un futuro en el que el jiu-jitsu femenino tenga más visibilidad en Guatemala. Sueña con una federación que lo vuelva accesible, con programas de defensa personal para niñas en las escuelas y con una comunidad aún más sólida de mujeres que entrenen y compitan.
Por ahora, sabe que cada clase, cada conversación con una chica nueva que llega con dudas o inseguridades a su academia, es un paso hacia ese futuro. “Cuando una mujer entra a probar por primera vez, trato de estar ahí para acompañarla, para que se sienta bienvenida”, dice. Ese acompañamiento es parte del feminismo que practica: no basta con entrenar sola, hay que abrir el camino para otras.

Cierre
En un país donde la violencia contra las mujeres es estructural, cotidiana y brutal, entrenar jiu-jitsu siendo mujer puede ser leído como un acto político, subversivo, revolucionario. Para Karen cuidar el cuerpo, defenderlo, crear comunidad alrededor de él es también resistir al machismo, a la violencia y al silencio.
Su historia nos recuerda que el feminismo no solo se escribe en libros, en las paredes o en manifiestos, también se practica en el tatami, en la vida diaria. Karen Guerra es prueba de que la sensibilidad y la lucha no están reñidas: ambas son formas de nombrar el mundo y de transformarlo.
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